Mientras la izquierda vende un socialismo de discurso y la derecha recicla el miedo como negocio, el pueblo colombiano se debate entre la tristeza y la rabia de ver cómo el debate político se volvió un campo de fanatismo. Ni revolución ni salvación: solo manipulación disfrazada de causa social.
La tristeza de ver una persona amargada por las ideologías políticas, poseída por el odio visceral y la amargura de los partidos, es hoy el retrato más fiel del ciudadano colombiano promedio: polarizado, confundido y emocionalmente agotado.
El país vive una novela política en la que ya nadie sabe quién es el bueno ni quién el villano. En un lado, un socialismo agónico, que habla de cambio mientras se hunde en contradicciones internas, peleas entre sus propios ministros y promesas que se evaporan entre decretos y discursos de tarima. Del otro, una derecha que resucita cada elección, alimentando su campaña con el miedo al comunismo, al castrochavismo o al mismísimo coco de la revolución bolivariana.
Ambos polos —izquierda y derecha— comparten una enfermedad común: la adicción al odio.
Ese combustible barato que mueve multitudes, llena plazas y envenena redes sociales.
Hoy el debate político en Colombia no se libra en el Congreso, sino en X (antes Twitter), donde los ciudadanos ya no discuten ideas sino quién lanza el insulto más creativo.
Mientras tanto, las verdaderas causas sociales —la pobreza, el hambre, la salud y la educación— se convirtieron en banderas de campaña y no en prioridades reales.
El progresismo promete justicia, la oposición promete orden… y el pueblo sigue esperando pan, empleo y esperanza.
Lo más preocupante es cómo el adoctrinamiento se ha vuelto un negocio emocional.
Influencers políticos, medios de comunicación y hasta sindicatos venden narrativas listas para consumir, donde pensar distinto es pecado y cuestionar al líder es traición.
La política dejó de ser debate y se volvió fe.
Y cuando la fe entra por los ojos, la razón sale por la ventana.
Colombia no necesita más ideólogos poseídos, sino ciudadanos libres del fanatismo.
Porque detrás de cada tuit lleno de rabia y cada discurso disfrazado de justicia social, hay una estrategia de manipulación: mantenernos divididos, distraídos y dóciles.
Hoy, el verdadero acto revolucionario no es gritar “¡Viva Petro!” ni “¡Viva Uribe!”, sino atreverse a pensar por cuenta propia.
El fanatismo político es el nuevo opio del pueblo colombiano: barato, adictivo y mortal para la conciencia.
El que odia por ideología ya no piensa… solo repite lo que su caudillo dicta.
Y mientras tanto, el país se sigue cocinando a fuego lento en la olla del resentimiento nacional. 🌶️
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